domingo, 1 de julio de 2007

Héroe y Sociedad

Héroe y Sociedad

El tema del individuo superior en la literatura decimonónica

I

Si partimos de una concepción de la literatura como algo vinculado a la evolución y transformaciones de la sociedad o, al menos, de la literatura como un medio sensible a los cambios que se producen en ella, no deja de ser significativo el radical cambio que se percibe entre los años finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX.

Este periodo refleja un cambio de mentalidad que es posible reconocer a través de la figura del héroe.

El término "héroe" tiene una serie de implicaciones que transcienden el papel de "protagonista" de la novela. La literatura, desde sus inicios en los mitos, siempre ha contado con los héroes. Ya Aristóteles señalaba en su Poética que la imitación podía hacerse de tres maneras:

  • pintando a los personajes mejores de lo que son en la realidad
  • pintándolos como son en la realidad
  • haciéndolos aparecer como peores de lo que son .

Al tomar como referencia a los seres humanos para indicar las cualidades de los personajes, Aristóteles estaba ofreciendo un modelo de conducta para los espectadores o lectores. Ante los mejores es necesario admirarse, ante los iguales reconocerse y ante los peores precaverse.

El héroe del mundo clásico o el del mundo medieval es un modelo de los valores que la sociedad entiende como positivos.

En el héroe se encarnan las virtudes a las que los hombres aspiramos en cada momento de la historia. De igual manera, las obras literarias también ofrecían ejemplos de lo que no se debía hacer, modelos para que, con su contemplación, los hombres comprendieran lo errado de sus actos.

La vinculación entre los valores heroicos y los valores sociales es básica para comprender la transformación que se produce al llegar a la época contemporánea.

Señalemos un punto de partida: para que aparezca el héroe la sociedad ha de tener un grado de cohesión suficiente como para que existan unos valores reconocidos y comunes.

El héroe es siempre una propuesta, una encarnación de ideales.

La condición de héroe, por tanto, proviene tanto de sus acciones como del valor que los demás le otorgan. La sociedad engendra sus héroes a su imagen y semejanza o, para ser más exactos, conforme a la imagen idealizada que tiene de sí misma. Independientemente del grado de presencia real de las virtudes en una sociedad determinada, ésta debe tener un ideal, una meta hacia la que dirigirse o hacia la que podría dirigirse.

Teniendo en cuenta este principio, la existencia del héroe depende de la adhesión social a los valores

. En la época medieval, por ejemplo, los valores eran los cristianos y se personificaban en el ideal caballeresco.

Si es cierto que la existencia de los héroes depende de lo señalado anteriormente, en las épocas en que no existe esa cohesión será más difícil su presencia. El héroe tendrá entonces que luchar no sólo contra sus enemigos, sino contra la opinión de sus lectores. Tendrá que convencerles a ellos, en primer lugar, de que es un héroe.

Esta idea permitiría elaborar una gran distinción entre los héroes que han existido a lo largo de la historia: los héroes de lo establecido y los héroes alternativos o enfrentados. Los primeros son producto del acuerdo existente en torno a los valores que encarnan; los segundos luchan por sustituir a los primeros.

Sin embargo, no es tan sencillo, pues existen otros factores de gran importancia en la constitución de los héroes. Uno de carácter capital es la distancia. La creación del héroe es siempre una forma de añoranza. El héroe es el gran ausente, el que entra en la Leyenda y, por lo tanto, escapa de la realidad. El héroe es el que ya no está o nunca ha estado, el desaparecido o el que sólo ha vivido en los sueños y ficciones. La distancia permite ennoblecer a los personajes históricos y olvidar su auténtica existencia. Hace mejores a los amigos y peores a los enemigos. Purifica las intenciones de los hombres desvistiéndolas de los ropajes de la ambición y el deseo.

Hace unos momentos, matizaba la diferencia entre las virtudes que la sociedad posee y las que cree poseer, entre la verdad y la vanidad sociales. Con los héroes, la sociedad tienen la oportunidad de fabricarse sus sueños de ser mejor. Cuando nos planteamos qué tiempos han sido mejores, miramos a sus héroes. En ellos tratamos de ver lo mejor de cada época, aunque sólo veamos sus deseos de ser de una forma o de otra y nuestras propias carencias.

El tiempo que analizamos es, probablemente, el último que quiso tener héroes y, además, se propuso vivirlos o hacerlos vivir, casi siempre trágicamente. Para que este drama tenga mayor resalte, lo vamos a ver con sus antes y sus después, con las propuestas precedentes y los resultados finales. Los tres momentos a los que vamos a acercarnos son el héroe libertino, el héroe romántico y el héroe realista. Con ellos cubrimos un periodo de más de cien años, desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX.

Estos tres momentos de lo heroico parten de tres concepciones muy diferentes y radicales de lo que es la sociedad. Antes señalábamos que la relación del héroe con la sociedad es básica. En ella encuentra tanto los valores que le elevan, como aquellos otros que se le oponen. Los tres modelos que vamos a analizar son productos de un mundo ya desengañado que no cree en la posibilidad de lo heroico o cree en la inutilidad de su existencia.

II

El Héroe Libertino

Comencemos por el primero de nuestros momentos. En la novela libertina tenemos una visión del mundo materialista y todavía regida por unos sistemas políticos que aún no han sufrido la tormenta igualitaria de la Revolución francesa. Se está gestando un mundo que aspira a romper las barreras sociales y que se resolverá en un baño de sangre; un mundo que, como señalan nuestros periodizadores de la Historia, es el inicio de lo contemporáneo.

En el siglo XVIII confluyen, entre otras muchas -pues es un siglo rico en las más variadas teorías y polémicas-, dos doctrinas de signo contrario. Por un lado, existe una corriente de carácter igualitarista que desea romper las barreras que la sociedad ha ido levantando a lo largo de la historia. Para sus teóricos, la historia no ha sido más que un continuo proceso de dominación que ha impedido, por la fuerza de las armas, doctrinas e instituciones, la felicidad del Hombre. Cuando Rousseau señala que no ve más que cadenas alrededor del hombre desde su cuna a la sepultura, está recogiendo este sentimiento (2). El hombre ha venido al mundo a experimentar el mayor grado posible de felicidad y, sin embargo, no encuentra más que obstáculos a su alrededor. Se forja ese concepto al que otros sacarían tanto partido, el de alienación. El hombre ha sido desprovisto, enajenado, de su finalidad en la vida, la de buscar la felicidad. Este derecho, que proviene de su propia naturaleza, que es una aspiración instintiva, es refrenado por las instituciones que la sociedad ha creado. Como derecho natural que es, se encuentra en todos los hombres y les iguala. Se vincula con el derecho de cada uno a buscar la felicidad por sus propios caminos y, así, desemboca en una petición de libertad. Se desea la libertad para poder ser feliz. En la libertad, cada hombre puede elegir el modo de buscar su felicidad, ya que ésta es competencia individual. Considerándose la felicidad como un estado propio de cada uno, no valen aquí consideraciones generales que pudieran satisfacer a todos. Todos debemos ser libres, para que cada uno pueda ser feliz. Lo político es la condición previa de lo individual.

Este ambiguo derecho que desemboca en el deseo de libertad tiene otra lectura de carácter opuesto y que es la que se genera en la novela libertina. Si la felicidad es un deseo que anida en el corazón de cada hombre, ¿por qué tiene que ser la libertad una condición necesaria? La libertad es la que hace iguales a los hombres, pero ¿es natural esa igualdad? ¿en que lugar del universo se encuentra algo igual, es que la Naturaleza desea la igualdad? Si se trata, como parece ser, de uno de los deseos constantes del siglo, el de ser naturales, es inaceptable pretender ser iguales. La igualdad no es más que otra de las barreras que los hombres han fabricado a lo largo de la Historia. Lo único que pretende es poner freno al único deseo auténtico, el de felicidad, término moral que no sirve más que para sublimar lo real, el deseo en su estado puramente animal.

No es difícil realizar aquí una pre-lectura de Nietzsche, de hecho, el héroe libertino tiene mucho del superhombre nietzscheano -o del ultrahombre, como prefiere llamarlo el filósofo Gianni Vattimo-. La lectura no debe ir, sin matices -ya que estos son importantes-, mucho más allá. Quedémonos con la idea de que en la novela y el pensamiento libertino se reconoce de manera explícita la relación de superioridad como estado más cercano a lo natural que el de la igualdad.

Determinadas vanguardias de este siglo y algunos intelectuales han querido ver en el pensamiento libertino visos de libertad y, más concretamente, en el caso de Sade. Nada más lejos, en nuestra opinión, de la realidad. Permitan que les lea un fragmento de Justine, una de las obras del marqués de Sade en la que se reúnen con más claridad los elementos propios de la filosofía libertina. En él, un personaje -un conde-, explica a Teresa el funcionamiento del mundo:

La primera y la más bella de las cualidades de la naturaleza es el movimiento que incesantemente la agita, pero ese movimiento no es más que una perpetua sucesión de crímenes. Solamente se conserva a través de los crímenes, luego el ser que más se le parezca y por consiguiente el ser más perfecto, será necesariamente aquel cuya superior agitación sea la causa de más crímenes, mientras que, lo repito, el ser inactivo e indolente, es decir el ser virtuoso debe ser a sus ojos el menos perfecto sin duda alguna, ya que solamente tiende a la apatía, a la tranquilidad que sumiría de nuevo a todo en el caos si prevaleciese su ascendiente. Es preciso que se conserve el equilibrio. Y sólo se puede mantener a través de los crímenes. Los crímenes sirven, pues, a la naturaleza y si la sirven, si ella lo exige, si lo desea ¿acaso pueden ofenderla? ¿Y quien puede ofenderse si ella no lo está? (3)

En el texto de Sade se aprecia claramente que no se enarbola ningún grito de libertad o liberación, sino que, por el contrario, se reivindica la más ciega necesidad de la naturaleza. Cuando el hombre mata, no lo hace en nombre de la libertad, sino siguiendo las leyes de la naturaleza. Los hombres no son distintos de los otros animales de la creación y el orden social es la negación del orden natural. La Naturaleza no es más que una máquina ciega que sólo se puede perpetuar por medio de la destrucción de los débiles. Los hombres que niegan el orden social son los más naturales y, por tanto, los más perfectos.

La negación del orden social no tiene ningún motivo altruista ni carácter revolucionario, como a algunos les ha gustado señalar. El libertinaje se da siempre entre nobles y no como crítica a un estamento, sino como muestra del espíritu refinado necesario para captar las leyes profundas de lo natural. El libertino no sólo no actúa contra la jerarquización social -contra la sociedad estamental propia del Antiguo Régimen-, sino que encuentra en ella su refugio perfecto. Amparándose en los privilegios de la cuna, que le garantizan un alto grado de impunidad, el libertino puede destruir y dar rienda suelta a sus instintos. En una carta de principio de junio de 1780, desde la cárcel, Sade exclama: "¡...cualquiera que sea el gobierno bajo el que nos encontremos, la ley mejor será siempre la del más fuerte!" (4) No, no hay ningún libertador en de Sade; no hay ningún revolucionario. Sólo hay un noble que aprovecha su posición social para dar rienda suelta a sus fantasías bajo un envoltorio filosófico en el que se reúnen prácticamente todas las doctrinas de un siglo confuso.

El ser más perfecto, nos dice Sade, el héroe libertino, sigue a la Naturaleza; el virtuoso, en cambio, sólo puede producir la paralización de la maquinaria natural. El héroe libertino no es ya, pues, la encarnación de los valores sociales, como habíamos indicado inicialmente, sino quien sigue los principios de la Naturaleza y que son los enunciados por los filósofos, los economistas, los científicos, etc. de la época. Y esa Naturaleza es la Gran Máquina ciega, compuesta por ruedas trituradoras que pulverizan todo a su paso. Los sentimientos humanos, el amor, la amistad, los valores morales, los principios éticos, no son más que débiles piedras que intentan introducirse entre los engranajes de la Maquinaria y cuyo destino no es otro que el de convertirse en polvo. El amor -nos dice la marquesa libertina de Las relaciones peligrosas, de Chordelos de Laclos- es "sólo el arte de ayudar a la naturaleza" (5). El marqués de Sade define exactamente igual el crimen: una forma de ayudar a la naturaleza en su camino.

El héroe libertino, pues, rompe los vínculos con los valores comunes de la sociedad y sólo se ofrece como modelo a una minoría a la que intenta llevar a su lado. Su propósito es un desenmascaramiento de lo social como algo meramente convencional y la proposición de lo natural como lo auténtico. Sin embargo, el libertino ha descubierto que si la forma de ayudar a la naturaleza es la violencia y el crimen, esto se pueden desarrollar mejor desde su privilegiada posición social. Hay un aspecto capital en los libertinos: la hipocresía. Aunque se haya descubierto que la esencia de la sociedad es la mentira, esa misma mentira debe servir para proteger sus desmanes. El héroe libertino vivirá engañando, utilizando la hipocresía como arma. Su exterior, la máscara con la que se presenta ante los otros, suele ser el del virtuoso. Es difícil ver a un libertino actuando a cara descubierta. Es más probable verle presentándose como un noble respetable, disfraz que le resulta más útil para conseguir sus propósitos.

Ya no tenemos, pues, un héroe de la sociedad, sino un héroe que se define contra la sociedad, un héroe profundamente antisocial. Este giro, como tendremos ocasión de analizar, se seguirá manteniendo, si bien con signo diferente, en las nuevas propuestas heroicas.

III

El Héroe Romántico

El héroe romántico se mueve en el terreno de la ambigüedad. Tanto desea ser seguido por la sociedad, como rechaza a ésta de plano. Respecto a lo dicho sobre los libertinos, el héroe romántico es casi su opuesto. Se presenta de la manera más estruendosa ante los demás y reclama ser seguido por todos. Su vocación es la de líder, pero los demás ignoran su voz.

Si alguien ha sentido en su interior el deseo de ser un héroe, éste ha sido un romántico. Frente a la espontaneidad de los héroes de antaño, el romántico desea serlo fervientemente. El romántico -y no es casual que reivindicaran a Don Quijote como uno de sus antepasados y modelos- se lanza a la búsqueda de su destino de héroe y casi siempre tiene un referente, un ídolo más o menos declarado al que se propone imitar, de la misma manera que Alonso Quijano se lanzó al camino con la cabeza llena de héroes librescos a los que deseaba emular.

El heroísmo romántico procede, en gran medida, de su soledad. El héroe se encuentra dolorosamente solo con una verdad que le llena pero que es incapaz de hacer comprender a los otros. Se asemeja a la figura de los profetas, cuya voz retumba en los espacios pero no conmueve el corazón de los hombres. La función profética del héroe romántico es la de transmitir a los demás hombres la verdad que le ha sido revelada. Cuál sea esta verdad es algo que varía de unos románticos a otros, pero es común en la mayoría sentirse despreciados por una sociedad insensible que se ríe de su patetismo.

El héroe romántico por excelencia es el artista. Nunca se había elevado tan alto como durante el romanticismo la consideración del genio artístico. Su propia naturaleza de genio le convierte ya en un rebelde: no sigue las normas de los otros, son los otros los que deben seguirle a él.

Como podemos apreciar, sus actitudes son opuestas a las del libertino. Este se negaba a seguir las normas sociales, pero fingía cumplirlas para poder alcanzar mejor sus fines. El romántico, por el contrario, prefiere dejarse matar antes que fingir ante los otros que se pliega a sus designios si cree que éstos son falsos. El concepto de honor calderoniano tuvo un gran atractivo para los románticos y es fácil entender el por qué. Cualquier hipocresía, cualquier convencionalismo, es motivo de lucha para el romántico. El Werther goethiano es expulsado de la sala de baile de los nobles que no le quieren entre ellos. Werther se va, y se va orgullosamente; se va despreciándolos profundamente, sintiendo que son ellos los que no son dignos de estar en su compañía.

La soledad del héroe romántico tiene ese carácter trágico que se expresa en la figura del Empédocles hölderliniano arrojándose a las llamas del Etna después de haber sufrido el rechazo de su pueblo. Sin embargo, el romántico consigue hacer de su frascaso social un signo de triunfo. Ser rechazado acabará siendo síntoma de estar en posesión de una verdad profunda que, por su propia grandeza, se vuelve incomprensible a los demás, a todos aquellos que no están a su altura.

El poeta Friedrich Hölderlin manifestó ese rechazo a los que les desprecian en su poema El consenso público:

                                         ¡Ah! La muchedumbre prefiere lo que se cotiza,
                                         las almas serviles sólo respetan lo violento.
                                         Únicamente creen en lo divino,
                                         aquellos que también lo son. (6)

Podemos apreciar en estos versos cómo se reniega de la sociedad, cómo el romántico abre una brecha entre él -y los que puedan ser como él- y el resto. Se produce el fenómeno que el crítico Lionell Trilling calificó como el "yo-antagónico". A partir de este momento, se eleva una barrera entre el artista y la sociedad. El arte dejará de servir a los fines integradores que tenía en sus orígenes y se situará en un espacio permanente de denuncia contra la sociedad. Entender este cambio es fundamental para comprender el desarrollo del arte Occidental en los últimos dos siglos. Ya no se hace "arte" para que la comunidad se identifique como tal alrededor de unos objetos simbólicos, sino para denunciar, para atacar los cimientos de esa misma sociedad. Pasamos del fenómeno integrador al arma arrojadiza, de la celebración común al juicio crítico. Se inicia una profunda renuncia de la función originaria del arte en favor de un arte individual que no asume la visión de la comunidad, sino la visión subjetiva. Ya no veremos representado el espíritu de una época en el objeto artístico, una plasmación colectiva, sino una crítica parcial de ese espíritu desde la subjetividad, un universo múltiple y polimorfo en donde el hombre pierde el apoyo de lo común y se ve lanzado a la búsqueda de lo individual.

La identificación con el héroe ya sólo puede ser parcial y significa tomar parte en la lucha contra los otros, contra la mayoría; significa renunciar a la comunidad en favor del grupo. Estos grupos se definen por su antagonismo, por utilizar el término de Trilling; la adhesión a estos grupos implica siempre la negación de otros, es una definición tanto positiva como negativa, siempre un a favor y un en contra.

La tipología heroica romántica es rica en modelos. Ofrece una variada gama que compone un Olimpo de figuras solitarias que se enfrentaron de forma diversa a la época en que vivieron. Podemos analizar algunas de estas figuras representativas.

Si hubo un tipo del héroe romántico que fuese reconocido en su propia época fue el que se creó en la figura de Lord Byron. En Byron podemos encontrar de forma perfecta todo el proceso de surgimiento del héroe romántico. Vida y obra, en Byron, se convierten en una unidad en donde es difícil separar lo que es historia, ficción y leyenda. Las relaciones entre estos tres elementos son esenciales para entender lo que Byron significó en su tiempo. Lord Byron tuvo su historia, pero también tuvo su leyenda, leyenda que surge de la relación de su vida y sus ficciones. La "leyenda Byron" nace socialmente del cruce de dos imágenes: la producida por los hechos que configuran la vida del poeta y la creada por la visión que él mismo dio de ellos en las páginas de sus obras. Byron fue víctima tanto de sus propios excesos como del tratamiento poético que ofreció de ellos al mundo. Odiado por muchos y admirado por otros tantos, su dimensión heróica es un ir y venir entre sus personajes y él mismo.

Byron y sus personajes fueron, a los ojos de muchos, héroes, y lo fueron en un sentido bien distinto al que se había visto hasta entonces. Podemos calificar a este nuevo tipo como héroes del rechazo, héroes del "non serviam". Personajes orgullosos que son capaces de vivir su diferencia de forma arrogante. Conscientes de su superioridad, se alzan sobre las normas y las desprecian. Si la sociedad reniega de ellos y los acusa, ellos devuelven el ataque y reconocen su grandeza en la magnitud de sus enemigos. En el Canto III de sus Peregrinaciones de Childe Harold, la obra que le encumbró al inicio de su carrera, Byron ya perfila lo que será su actitud hacia la sociedad:

Nunca fuí amigo de la sociedad; tampoco ella se mostró amiga mía. Nunca intenté alcanzar sus votos; jamás se me vio doblar pacientemente la rodilla ante los ídolos, ni forzar la sonrisa en mis labios, ni unirme al eco de los aduladores. Viví como extraño entre los hombres; estando entre ellos parecía ser perteneciente a una especie distinta; envuelto en el sombrío velo de mis pensamientos, muy diferentes a los de mis semejantes, continuaría siendo aún el mismo, de no haber dominado y moderado mi alma (7)

La imagen del joven que, pudiendo tener la felicidad al alcance de su mano, se deja tentar por lo prohibido, prende con un gran atractivo en el público. El atormentado Childe Harold, como otros héroes de Byron, es poseedor de un gran secreto que le atormenta desde lo más profundo de su corazón. Cuál pueda ser esa falta cometida queda en el ámbito de la imaginación del lector. Éste sólo puede apreciar el efecto del tormento, no su origen. Así, con astucia, Byron invita al lector a imaginar su pecado o, lo que es lo mismo, a proyectar los suyos sobre el dolor del héroe, estableciéndose un hermanamiento por simpatía. El mismo autor lanza en el Canto I una negativa retórica hacia la supuesta demanda de información por parte del lector:

Y, ¿qué desgracia es ésa? No lo preguntes; tenme lástima; dígnate no interrogarme sobre ello: continúa sonriente y no te empeñes en descorrer el velo que oculta mi corazón, en el que hallarías un infierno. (8)

Si los personajes de Byron se niegan a desvelar sus pecados -ese maravilloso "no lo preguntes; tenme lástima"-, el propio escritor no se preocupó mucho de esconder los suyos, sobradamente aireados. Así, lo que los personajes ocultaban, se veía recreado en la opinión pública por las informaciones procedentes de sus escándalos. El público tenía en dónde elegir a la hora de buscar las culpas del héroe. El Byron torturado que los lectores podían apreciar en sus obras, se complementaba perfectamente con el Byron escandaloso de la vida real. Vida y obra unidas indisolublemente: hecho y confesión, acto y remordimiento, pecado y penitencia.

La consecuencia inevitable fue que, aún pasado mucho tiempo, no se pudiera desligar una y otra, que el Byron hombre se entrelazara siempre con el Byron poeta -ideal romántico, por otro lado-. Tenemos un buen ejemplo de la pervivencia del mito byroniano en la obra de James Joyce, Retrato del artista adolescente, en la que -casi cien años después- la valoración de Byron se sigue viendo afectada por su vida privada. Los jóvenes escolares siguen discutiendo entre ellos y polemizando con sus maestros sobre la valía del poeta sin poder prescindir de los hechos de su biografía.

Byron encarnó la figura del héroe demoníaco, una figura típicamente romántica. Es el renegado, el rebelde orgulloso que cierra tras de sí violentamente las puertas de la reconciliación social. La superioridad del héroe se vierte en su capacidad de sufrimiento y la dimensión de su dolor no tiene comparación con la pena vulgar. El héroe romántico vive en unas cotas sublimes, alejado de las penas cotidianas, aunque quizá fuera mejor decir que el victimismo romántico lleva a elevar cualquier pena diaria hacia niveles grandiosos. El dolor es el signo de los que son sensibles y el poeta es el más sensible de los hombres. Lo que los demás viven superficialmente, el poeta romántico lo vive de forma trágica. Los mitos románticos recuperan aquellas figuras en las que el dolor y el castigo se hermanan. Los mitos de los osados, de los que desafían a los dioses y por ello son castigados, de los que traspasan los límites de lo permitido -ya sea por las leyes de los dioses o por las de los hombres-, son los favoritos de los románticos, que los utilizan para proyectarse en ellos. Figuras prometeicas, castigadas por una fuerza que proviene de su interior morboso, acaban siendo destruidas por la misma fuerza que las eleva. Prometeos, Icaros, Sísifos..., sólo se mide el héroe con rivales de su talla; desafiando a los dioses, se participa de su divinidad.

Si Byron fue un renegado, el poeta alemán Friedrich Hölderlin nos ofrece otro ejemplo de vida romántica, que enlaza con las útimas ideas expresadas. Byron fue castigado por las leyes sociales; Hölderlin fue castigado con la locura por su osadía, por desafiar a la divinidad.

En el texto que escribió el joven estudiante Wilhelm Waiblinger después de peregrinar hasta la casa en que estaba acogido el poeta enloquecido nos dice refiriéndose a su correspondencia:

A lo largo de sus cartas hay una lucha y una batalla contra la Divinidad o el Destino, como él gusta de llamarlo. En un pasaje dice lo siguiente: "Celestial Divinidad, ¡cómo no vimos las caras cuando te planteé diversas batallas y te arrebaté algunas victorias nada insignificantes!"(9)

Hölderlin encarna la lucha interior. Su campo de batalla no es el de Byron. El inglés fue un hombre de acción y tomó las armas en su mano; Hölderlin, en cambio, vivió todas sus guerras en su interior y los enemigos que allí habitan pueden ser gigantescos e invencibles. Los enemigos interiores nunca se baten en retirada, no tienen otra guarida que lo profundo del alma y allí terminan su labor destructiva. La locura de Hölderlin es típicamente romántica, pero la admiración del joven Waiblinger no lo es menos y es también representativa de una forma de sentir.

Wilhelm Waiblinger, joven estudiante de apenas dieciocho años, visita al poeta en 1822. Siente la fuerte necesidad de escribir una novela sobre un loco. Hölderlin se le ofrece como modelo. El nueve de agosto anota en su diario: «¡Hölderlin es uno de esos hombres ebrios, inspirados por Dios, como pocos engendra la tierra: el sacrosanto sacerdote de la sagrada Naturaleza!» (10) El primero de septiembre, pocos días despues, decide definitivamente que es Hölderlin el loco que necesita:

Un espíritu como Hölderlin -escribe-, que a causa de un transtorno horrible cayó de la celestial inocencia en la mancilla más atroz, es superior a las personas débiles que se quedaron a mitad de camino. Hölderlin es mi hombre. Su vida es el grande, terrible enigma de la humanidad. Este espíritu sublime hubo de sucumbir o no hubiera sido tan sublime. (11)

Es interesante ver a Hölderlin a través de los ojos de Waiblinger, independientemente de que los biográfos del poeta hayan introducido correcciones a lo que afirmaba. No se trata tanto de la exactitud histórica como de la sensibilidad propia del momento. Waiblinger mirando a Hölderlin es la imagen del que desea ser romántico frente al que lo es por naturaleza. Podemos considerar a Hölderlin un grandioso poeta, pero Waiblinger lo consideraba algo más. Veía en él la encarnación de un tipo de héroe, el sublime, el que lo es por abandonar los límites de lo cotidiano para elevarse hasta los más altos lugares que el hombre puede pisar. La locura no es sino el reconocimiento de la lucha terrible, del enfrentamiento entre el hombre y lo que se le resiste: es, sin duda, el signo del combate, el castigo de los osados.

La locura, como había sucedido con el rechazo a Byron, es contemplada como la marca del héroe, como el signo de una superioridad trágica que destruye a quien lo lleva. Como sucederá más de cien años después con los personajes de Hemingway, el hombre está condenado a la destrucción, pero es en ella en la que se redime. Destruido, pero no derrotado. Participar en la batalla salva al héroe y le permite entrar en la leyenda. El sino del héroe romántico es necesariamente su destrucción, pero con ella se garantiza la pervivencia en el recuerdo. La verdadera lucha del hombre es contra el olvido, nada devoradora que atrae a la mayoría de los hombres. La lucha es el juego que los elegidos practican para sustraerse a esa nada. Por eso, si algo asusta al héroe romántico es la ausencia de diferencia, el verse confundido, atrapado por el infierno de la igualdad; en definitiva, el ser uno más en un coro anónimo que pregona su vaciedad a lo largo de la historia. El canto romántico es el del cisne, la voz trágica que precede a la destrucción y resuena como un eco en la memoria de los hombres. La soledad, el aislamiento, la diferencia... es preferible ser el acusado único que uno más entre los jueces.

IV

El Héroe Realista

La novela de carácter realista supone un nuevo desplazamiento de la figura del héroe. Si el romántico necesita sublimes campos de batalla que le permitieran salir del ámbito de lo social, el realismo nos muestra un escenario que sólo puede ser social. La lucha que se describe ya no es la tragedia del hombre enfrentado a lo absoluto o a sus demonios interiores, a grandes enemigos que determinaban su talla de luchador, sino que presenta un entrecruzamiento con las fórmulas anteriores. El héroe realista es consciente de dos cosas: que los límites de la batalla son los de la historia, los de lo social, y, en segundo lugar, de la debilidad del enemigo.

El mundo que se nos describe no es el de las grandes batallas, sino el de la mezquina lucha cotidiana por sobresalir. Los héroes realistas no quieren la gloria, como los románticos, quieren los beneficios de la fama, el reconocimiento social. No quieren elevarse a regiones solitarias; quieren, sencillamente, sobresalir. El tema central de la novela realista del siglo XIX es el ascenso social. No se busca entrar en la historia, sino entrar en los salones. Werther se fue de ellos dando un portazo; los jóvenes héroes del realismo utilizan cualquier puerta, cualquier ventana o trampilla para poder introducirse de nuevo en ellos.

Se parte del principio de que la sociedad es una entidad mediocre, el espacio del engaño, en el que cada uno ocupa un lugar conforme a lo que tiene y no a lo que es realmente. El héroe ya no necesita ser noble. La astucia es la condición necesaria, la premisa que permite ir subiendo puestos en la escala social recurriendo a cualquier tipo de artimaña. La novela realista no se puebla de jóvenes vociferantes que proclaman su desprecio a los filisteos burgueses, como sucedía con los románticos, sino de jóvenes seductores, de hipócritas redomados, de fingidores, que entienden que la sociedad no está conformada por seres auténticos sino por máscaras que esconden la mediocridad general. El héroe prototípico del realismo no es revolucionario, sino que, por el contrario, necesita del orden existente para poder desplazarse.

Es fundamental, para comprender el mundo que nos describe la primera novela realista, tener en cuenta el efecto de la Revolución y la caída del Antiguo Régimen. La promesa de la igualdad debe ser entendida no como un igualitarismo reductor y uniformante, sino como un pistoletazo de salida en la carrera por el ascenso. En el fondo, su lucha es contra el derecho de la cuna, contra el papel determinante que en una sociedad estratificada tenía el nacimiento. Ascender socialmente es desplazarse desde el puesto que corresponde por el nacimiento hacia los lugares que el individuo entiende que le corresponden por sus méritos y condiciones. La frustración del héroe realista es la que se produce al ver que seres mediocres están por delante de él en la escala social. Su energía se empleará en convencer a los otros, a los que están arriba, de que él es su igual, que olviden su origen y vean su cualidades. Sin embargo, a pesar de la caída del Antiguo Régimen, el cuerpo social sigue constituyéndose sobre la cuna y la posesión. La pérdida de privilegios es más formal que real. Los que se enriquecieron con anterioridad pueden haber perdido sus títulos, pero no su dinero y es éste el que determina ahora las posiciones de cada uno. Porque, como mostraba Balzac, el gran dios de esa sociedad que nos refleja la novela realista es el dinero, auténtico título nobiliario de esa nueva sociedad generada no ya sobre la posesión de la tierra, sino sobre el comercio y la especulación.

El joven héroe realista ya no necesita principios, sino cuentas bancarias; no necesita apoyarse en la verdad, sino en amigos influyentes; no necesita musas inspiradoras, sino aburridas esposas de acaudalados burgueses a las que poder seducir para entrar en el gran mundo a través de las alcobas.

Los consejos que el criminal Vautrin da al joven Rastignac en Papá Goriot son prácticamente el credo del héroe advenedizo del realismo:

[...] Si aún he de darle un consejo, hijito, es que no se empecine ni en sus opiniones ni en sus palabras. Cuando se las pidan, véndalas. El hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión es un hombre que camina siempre en línea recta, un majadero que cree en la infalibilidad. No existen principios, sólo acontecimientos; no existen leyes, sólo circunstancias: el hombre superior se amolda a los acontecimientos y a las circunstancias para encaminarlos. De existir principios y leyes fijas, los pueblos no cambiarían de ellos como cambiamos de camisa. (12)

El héroe que se nos muestra ya no necesita, como le dice Vautrin a Rastignac, ningún tipo de principios. Los principios no ennoblecen, sino que son más bien un lastre en la carrera hacia el dinero y la posición elevada. La novela realista se hermana con la libertina en la creencia en que los principios sociales no son más que máscaras, y la superioridad sólo es posible a partir de ese conocimiento. Superioridad es ahora dominio, poder, capacidad de seducir.

El héroe no quiere cambiar la sociedad, no trata como los románticos de cambiar las normas, de convertirse en un líder regenerador que la saque de su error encaminándola hacia la verdad. La novela realista se construye sobre el modelo de la novela de aprendizaje romántica: un joven aprende cuáles son los auténticos principios que rigen el cuerpo social para poder moverse en él. Aprende que los principios que los libros enseñan sobre el hombre no son más que falsedades, que la realidad social es una jungla en la que hay que utilizar todas las armas disponibles para evitar que nos destruyan; que ascender es pisar, pasar sobre otros sin detenerse para alcanzar las metas. Aprende a fingir, a controlar sus sentimientos en beneficio de sus objetivos. Se fija en aquellos que lograron subir para tratar de reproducir sus métodos y llegar tan alto como ellos. El Vautrin balzaquiano, maestro del pragmatismo en la formación, describe a Rastignac cómo se debe entrar en ese juego del poder:

¿Sabe cómo se abre aquí camino la gente? Pues echando mano al talento o a las dotes de corrupción. En esa masa humana hay que entrar como una bala de cañon o infiltrándose como una plaga. La honradez de nada sirve. La gente se doblega ante el poder del genio, le odian, intentan calumniarle porque toma sin compartir, pero si persiste terminan inclinando la cerviz. En una palabra, le adoran de rodillas cuando no han podido enterrarlo bajo el barro. La corrupción gana terreno, el talento escasea. Por eso, la corrupción es el arma de la mediocridad imperante y su punta la notará usted en todas partes. (13)

Esa imagen del individuo superior entrando como una bala de cañón en el cuerpo de la sociedad recoge de forma clara el sentido de agresión que tiene el movimiento social. El genio, santificado durante el romanticismo como rasgo del héroe creador, se transforma aquí en la capacidad de dirigir el propio destino. Dirigirlo es poder alejarse de la fuerza de gravitación social que atrae hacia la mediocridad. El núcleo del cuerpo social es la estupidez y esto puede ser favorable o peligroso, según se sea capaz de aprovecharla.

La novela realista traza una imagen de la sociedad muy distinta a la que ésta tiene de sí misma. El siglo XIX, el siglo del progreso, tiene una imagen elevada de lo que significa en la historia. La industrialización, las mejoras en el transporte, los descubrimientos científicos... lo convierten en un siglo optimista y pagado de sí mismo. La imagen que la novela realista ofrece es la del reino de la mediocridad satisfecha, la de la mediocridad envidiosa, celosa del talento. El hombre superior, el hombre de talento, en cualquiera de sus manifestaciones, se siente agredido, frenado en sus expectativas, en su deseo de triunfar, de salir de esa masa agobiante que todo lo devora anulándolo. En su prefacio a las poesías de Louis Bouilhet, Gustave Flaubert escribía:

¡Mirad cómo el desierto se extiende! Un aliento de estupidez, una tromba de vulgaridad, nos envuelven, prestos a recubrir cualquier elevación, cualquier delicadeza. Se sienten felices de no respetar a los grandes hombres... (14)

Esa extensión del "desierto", ese avance de la mediocridad, hace añorar desde las primeras obras del realismo decimonónico una figura en la que se ve de forma emblemática la lucha del genio con lo vulgar. Es la figura de Napoleón. En Bonaparte se ve el ideal del joven ambicioso, dotado de genio, capaz de salir de la nada y llegar poner a sus pies el mundo. Napoleón enseña la fuerza del genio y también su destino: cómo el talento despierta el deseo de anulación por parte de los mediocres. Nos señala el mito-crítico Gilbert Durand que

... la activación de los símbolos al final del siglo XVIII y al principio del XIX en Europa, [...] permitió, en medio de un mesianismo mítico evidente, el resurgir literario e ideológico del viejo mito de Prometeo y la encarnación histórica de este mito en Napoleón Bonaparte.(15)

De Stendhal a Dostoievski, se crea el Napoleón literario, el punto de referencia de tantos jóvenes con el deseo de rendir a la sociedad a sus pies. Balzac, nos cuenta uno de sus biógrafos contemporáneos, Léon Gozlan, "en el pedestal de una estatua de yeso de Napoleón I cierto día con su pluma temerarias palabras: Hay que terminar con la pluma lo que él empezó con la espada (16). El Julián Sorel de Stendhal esconde como un tesoro un retrato de Napoleón bajo su lecho, sacándolo cada noche para contemplar a su ídolo. Raskolnikov, el héroe de Crimen y castigo, toma a Napoleón como modelo en sus especulaciones sobre los derechos del individuo superior frente a la masa.

La caída de Napoleón es la caída del héroe, el triunfo de la mediocridad. El mecanismo que se nos describe es el doble movimiento del éxito y la envidia. El héroe beneficia con sus grandes acciones para ser destruido posteriormente por los mismos que se aprovecharon de sus logros. La sociedad eleva y destruye, no estando nadie a salvo de este movimiento. Pero el haber conseguido el éxito, aunque sea por un sólo día, confirma la superioridad, confirman la astucia, el arrojo, la decisión, cualidades necesarias para sobresalir. El drama del héroe realista es que, despreciando a la sociedad, aspira a situarse en su cima. El héroe realista, al contrario del romántico, no tiene una posible retirada a la interioridad, es siempre un hombre de acción, de acción social. No le puede satisfacer una retirada despectiva como Byron, un refugio en la naturaleza, un recogimiento en la locura, ya que su ambición es la del poder y éste necesita de los inferiores.

Cuando la poderosa máquina social descubre a los que quieren ascender los destruye. Los devuelve humillados a su posición; castiga cruelmente su osadía exponiéndolos a la vergüenza pública; los desplaza de la carrera señalándolos con la infamante marca de los perdedores. Jóvenes de talento que logran ascender y son destruidos; jóvenes sin talento, que creen tenerlo, y viven trágicamente su mediocridad. En cualquier caso, la crueldad de los mecanismos sociales no permite el más mínimo fallo. Un paso en falso y lo que tantos esfuerzos, tantas villanías, tantas infamias ha costado conseguir se pierde definitivamente.

Permitanme que concluya con un fragmento célebre dentro de la novela realista decimonónica, las palabras de un joven que ha sido descubierto en sus maquinaciones por huir de sus orígenes sociales, las palabras de quien se vio sorprendido cuando estaba a pocos metros de conseguir el éxito definitivo. Casi rozándolo, lo perdió todo. Las mentiras, la hipocresía, los disfraces, las seducciones que había utilizado se perdieron por un instante de falta de control. Son las palabras de Julian Sorel, el héroe de El rojo y el negro stendhaliano, ante su tribunal:

-[...] Señores, no tengo el honor de pertenecer a su clase; en mí ven ustedes a un aldeano que se ha rebelado contra su mezquino porvenir.

No les pido ningún favor -continuó diciendo Julien, con voz cada vez más firme-. No voy a hacerme ilusiones, me espera la muerte: será justa. Puede que haya atentado contra la vida de la mujer más digna de respeto, más digna de alabanza, que existe. La señora de Rênal se había portado como una madre conmigo. Mi crimen es terrible y fue premeditado. He merecido, pues, la muerte, señores jurados. Pero aun cuando fuere menos culpable de lo que soy, veo a hombres que sin pensar en la piedad que pudiera merecer mi juventud, querrán castigar en mí y escarmentar para siempre a ese tipo de jóvenes que, habiendo nacido en una clase inferior y en cierto modo oprimidos por la pobreza, tiene la dicha de lograr una buena educación, y la audacia de entrar en eso que el orgullo de la gente rica llama sociedad.

Ese es mi crimen, señores, y será castigado con tanta mayor severidad cuanto que, de hecho, no estoy siendo juzgado por mis semejantes. No acierto a ver en los bancos de los jurados a ningún campesino enriquecido, sino únicamente a una serie de burgueses indignados...(17)

Julian Sorel, Emma Bovary, Raskolnikov, Federico de Rastignac... ya no se enfrentan a la divinidad, como nos decía Waiblinger del poeta Hölderlin, se enfrentan a un enemigo mucho más duro y cruel: la sociedad. Una sociedad que les rechaza, una sociedad que no critica los principios -que no existen- sino los resultados. Ellos fallaron y fueron condenados por una sociedad tan hipócrita como ellos.. simplemente.

Notas:

  • (1) Aristóteles escribe: "Y ya que los que imitan mimetizan a los que actúan, y éstos necesariamente son gente de mucha o poca valía (los caracteres casi siempre se acomodan exclusivamente a estos dos tipos, pues todos difieren, en cuanto a su carácter, por el vicio o por la virtud) los mimetizan del mismo modo que los pintores, o mejores que nosotros, o peores o incluso iguales". Poética, Madrid, Editora Nacional, 1982 págs. 61-2.
  • (2) Rousseau escribe: «Toda nuestra sabiduría consiste en prejuicios serviles; todas nuestras costumbres nos son más que sujeción, malestar y coacción. El hombre civil nace, vive y muere en la esclavitud: cuando nace se le cose un pañal; a su muerte se le clava en un ataúd; mientras conserva el rostro humano está encadenado por nuestras instituciones», Emilio o De la educación, (trad. de Mauro Armiño) Madrid, Alianza, 1990 pág. 42.
  • (3) Sade, Marqués de, Justine, 3ª, Madrid, Fundamentos, 1984, pág. 91.
  • (4) Sade, Marqués de, Correspondencia, Barcelona, Anagrama, 1975, pág. 98.
  • (5) Laclos, Chordelos de, Las relaciones peligrosas, Iª parte, carta X, Madrid, EDAF, 1970, pág. 33.
  • (6) Ach! der Menge gefällt, was auf den Markplatz taught,/ Und es ehret der Knecht nur den Gewaltsamen;/An das Göttliche glauben/Die allein, die es selber sind. Friedrich Hölderlin, Poesía completa vol I, Traducción de Federico Gorbea, 4ª ed., Barcelona, Río Nuevo, 1984 122-123.
  • (7) Lord Byron, Las peregrinaciones de Childe Harold (Canto III, 112), Madrid, Libra, 1970 pág. 103.
  • (8) Ibídem, Canto I, A Inés, 9, pág. 37
  • (9) Wilhelm Waiblinger, Vida poesía y locura de Friedrich Hölderlin, Madrid, Hiperión, 1988, pág. 34.
  • (10) Ibídem, De los diarios, pág. 60.
  • (11) Ibídem, pág. 61
  • (12) Honoré de Balzac, Papá Goriot, Barcelona, Planeta, 1985, pág. 100 [trad. de Javier Albiñana].
  • (13) bídem, pág. 96
  • (14) Gustave Flaubert, fragmentos del Prefacio a las Últimas canciones de Louis Bouilhet, en Memorias de un Loco, Correspondencia, Madrid, Felmar, 1974 pág. 173.
  • (15) Gilbert Durand, De la mitocrítica al mitoanálisis. Figuras míticas y aspectos de la obra, Barcelona, Antrophos, 1993, pág. 33.
  • (16) Léon Gozlan, Balzac en zapatillas. Barcelona, Planeta, 1991, p. 193
  • (17) Stendhal, Rojo y negro, en Obras I, Barcelona, Planeta, 1971, pág. 559 [trad. de Carlos Pujol]

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